miércoles, 20 de mayo de 2009

Cuento



La anécdota de Brussel.

Yo volvía a la habitación del hotel, y me había drogado con algo que no era mi habitual marihuana. Llegué y en mi cabeza giraban imágenes borrosas de la recientemente improvisada reunión.
Había salido yo de las oficinas cuando en un paseo que me veo obligado a cruzar para tomar el transporte público, una chica petisa, flequillo recto y labios gruesos me interceptó junto a un chico flaco y cabezón, de pelo ondulado y postura y tono de voz algo afeminados. Vieron mi remera y simpatizaron con su mensaje, entonces me invitaron con ellos un rato a hacer sociedad en su casa. La casa era grande, lo cual despertó mi curiosidad por cómo harían estos dos jóvenes desalineados para alquilarla. Antes de que yo pudiera conjeturar mil delirios al respecto, comprendí que eso era posible por la cantidad que me resultaba francamente insoportable de gente que vivía junto a ellos.
Eran 7 personas dentro, y conmigo y mis anfitriones llegábamos a las 10. eran 3 mujeres, 3 hombres y un sujeto del cual no puedo definir género alguno.
Todos hablaban excitados, vestían bellas y decoloradas ropas y adoraban a un músico del cual para mis interiores cuestioné la autenticidad de su compromiso artístico.
Mi remera y su mensaje agradó a todos, y recibí entonces 7 nuevos comentarios a su respecto. Yo respondí meras cortesías puesto que por mí el mensaje de mi túnica estaba más que asimilado, entonces no tenía demasiado fervor de hablar de algo tan insignificante. Además no quería ser grosero con gente tan noble, aunque algunos de nuestros gustos distaran.
El cuarto que conocí (la casa tenía 2 habitaciones más) estaba tenuemente iluminado. Predominaba el tono sepia gracias a sus lámparas tapadas por objetos de características estéticas bohemias, y había sillones y colchones bañados por todo tipo de telas, todas ellas desteñidas por lo antiguo o por haberlas colgado al sol del lado equivocado.
En fin, que sacaron una pipa larga y la compartimos en un bello y fraterno carioca.
No estaba incómodo yo, pero tampoco puedo decir que sentí especial afinidad por alguno de los integrantes de este grupo de amigos, que rondaban mi edad aproximadamente.
Puse dinero en una colecta común para comprar comida. La chica que me trajo hasta acá preparó una exquisita comida vegetariana, que no discriminé por el hecho de ser un activo consumidor de carne, puesto que siempre estoy abierto a nuevas propuestas y no me agrada criticar sin bases bien fundadas; y además comprendo y llego a simpatizar con los fundamentos del estilo de vida herbívoro.
Todos reían y hablaban de hechos y anécdotas que yo por supuesto desconocía por completo.
Estaba yo muy cómodo, por cierto. A nadie parecía incomodar mi silencio característico, el mismo que me alejó repetidas veces de mujeres y amigos. De hecho, creo que no se preocupaban por esta característica de mi personalidad. A mi, que no me agrada derrochar simpatía innecesaria, me resultó una situación amena.
Entonces en un momento quise ir con mis cosas, las pocas que había traído en este viaje. Saludé a todos y agradecí la velada, y ante sus pregunta sobre mi partida respondí con un balbuceo que emulaba el sonido de palabras castellanas.
Esa pipa me había afectado, y el transporte público fue una experiencia fenomenal, con su velocidad, sus luces y las horrorosas personas que dentro viajaban.
Cuando entré a mi habitación, finalmente, vomité. En realidad vomité en el pasillo, antes de entrar. Dejé un charco exuberante y decidí no tomar responsabilidad al respecto.
Y fue así que me dormí, en la primera noche de mi viaje de trabajo.

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